Después de un
viaje en el que el tiempo transcurre demasiado lento y mientras intentas
escuchar tu mp3 entre el murmullo de los niños/adolescentes que te acompañan en
el viaje, miras por la ventana y solo ves una carretera que te da la sensación
de que es tan grande que te pierdes en ella. Ensimismada, te giras hacia tu
derecha y ves a todos esos niños, felices, alegres y contentos, cada uno por
una razón, pero al fin y al cabo, todos persiguen el mismo deseo: llegar al final
del viaje y disfrutar de un día que sin duda, será el mejor para ellos en mucho
tiempo. Mientras los miro, sonrío y vuelvo a mirar por la ventana recordando
viejos momentos, viejos recuerdos que afloraban en mi mente sin que fuera capaz
de echarlos de ella.
Después,
coincidiendo con un cambio en el camino y en la música de mi mp3, descubro que
mi mente divaga más allá de unos simples recuerdos y entonces empiezo a sentir
ese sentimiento conocido como `` echar de menos´´.
La música me
acompaña y parece como si ese momento el mp3 le dedique la canción exacta, los
versos más apropiados y la sonoridad que cada uno se merece a cada uno de
ellos. Me parece un momento mágico.
Con cada canción
llegan los recuerdos y con ellos el pensar si, de vez en cuando ellos también
se acuerdan de mí.
El viaje de ida
toca su fin, apago el mp3 y dispongo a tranquilizar a los pequeños en `` la
nueva edad del pavo´´ que están acelerados por el día que acaba de comenzar. En
ese momento, verles así me parece lo más increíble del mundo.
El día transcurre
y verles solamente sonreír a pesar de las altas temperaturas hace que me sienta
bien, que me olvide de todo y que gracias a ellos disfrute el día con ellos.
Cada rincón de esa
ciudad, mi consentida, hace que me imagine los besos más dulces al lado de la
persona más maravillosa del mundo, sonrío e imagino también un montón de fotos
inmortalizando tales momentos, para nosotros, para que, aunque los tengamos
guardados en la mente, queden grabados y quién sabe, puede que compartidos
también con aquellos a los que amamos.
El final del día
llega pronto y sus caras abatidas lo demuestran. La vuelta fue aún más fría,
más silenciosa, más larga. Mientras el autobús que nos traía de vuelta a casa
nos alejaba de mi consentida ciudad, mis sentimientos eran cada vez más
próximos al llanto, pues no quería irme, quería quedarme, conocer cada rincón,
cada parque, cada trozo de asfalto, cada estatua, cada milímetro…
Mientras el
autobús surcaba las mismas carreteras por las que nos había llevado, mis ojos
se iban cerrando, abatidos y cansados, pero se volvían a abrir haciéndome
sentir la necesidad de cuidar a los pequeños que viajaban conmigo, tan
inocentes y frágiles que no dejaban que bajara la guardia en ningún momento.
Ellos dormían ajenos a lo que pasaba fuera, por mi mente y ajenos también a los
demás pasajeros del pequeño autobús. Poco a poco, a mi mente se le antojó
imaginarse una vida futura, tal y como yo la he imaginado miles de veces.
Sonreí.
El viaje tocó fin
en torno a la 1 de la madrugada, cuando los pequeños se despertaron y entre
legañas y frío bajaban las escaleras de aquél pequeño autobús dirigiéndose a
sus padres sin contarles aún nada de lo que habían vivido y solamente
pronunciando entre sueños: ``mamá, necesito dormir´´.
Me metí en la cama
y como si de uno de esos pequeños se tratara, mi mente comenzó a divagar por
los sueños, aquellos que quizá algún día se hagan realidad.