Era una mañana cualquiera de Julio y ambos caminaban agarrados de la mano por aquella playa de arenas vírgenes… Era preciosa…
La arena era de un color casi blanco y justo al lado de ella se podía apreciar el agua del mar, un mar en ese preciso momento calmado, tan calmado como aquellos dos jóvenes enamorados caminaban por dicha playa.
De vez en cuando paraban, se miraban y echaban a correr uno detrás del otro como si fueran dos niños completamente felices jugando a cualquier juego de atrapar.Cuando uno estaba cerca del otro se paraban, se miraban a los ojos como si ellos hablasen por sí solos y se sumergían en un largo beso, un beso tan especial como aquel momento que ambos podían disfrutar juntos. Eran completamente felices, de eso no cabía la menor duda. Solamente se necesitaban el uno al otro, el resto del mundo les daba exactamente igual.
Estaban tan enamorados el uno del otro que pedirles que se separaran en aquel mismo instante sería como arrancarle a un niño de las manos el juguete con el que está jugando en ese momento. Se querían, de eso no cabía duda alguna.
Llegaba el final de aquellas vacaciones juntos, los dos tendrían que volver a la realidad de la vida, pero aún podían disfrutar el uno del otro durante el largo viaje de vuelta a casa. Así lo hicieron, no se separaron el uno del otro, sus cuerpos de repente se habían convertido en uno mismo y sin saber por qué razón habían tomado la droga que el otro le había dado sin darse cuenta de que de esta forma estaban condenados a vivir con el amor del otro.
Cuando llegaron a casa, cada uno volvió con su familia pero no sin antes despedirse con un largo beso, un beso dulce y eterno que marcaba el corazón de quien pasaba por allí en ese momento. Definitivamente estaban hechos el uno para el otro.
Llamadas, mensajes… y cartas, aún viviendo en la misma ciudad, convertían la vida de estos dos personajes en algo más sencilla que la del resto del mundo. Se podría decir que ellos estaban viviendo a tres metros sobre el cielo, no necesitaban más que la presencia del otro.
Años más tarde ellos no habían dejado de ser los mismos, pues seguían haciendo las mismas cosas, pero con una diferencia: vivían en la misma casa.
Desde que se conocieron no pudieron dejar de quererse y todos aquellos años de cartas llamadas y mensajes no los podían dejar en el olvido. Ambos lo guardaban todo y seguían haciéndolo.
Cuando uno recibía la carta del otro no podía dejar de sonreír como lo hacía antes, ninguno de los dos querían perder aquella bonita costumbre que un día iniciaron y cada día mantenían viva aquella ilusión de seguir siendo aquellos jóvenes que un día fueron.
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